Cómo encontrar la paz espiritual

Enseña la Paz para que aprendas lo que es

Afable lector o lectora: padezco tus mismas alegrías y confusiones; me atañen tus mismas querencias y problemas; no escribo estas cosas porque me sienta un Sabio, un Adelantado; simplemente, estoy siguiendo al pie de la letra uno de los más útiles consejos que jamás se haya escrito: "Enseña lo que es la Paz para que aprendas lo que es". ¡Y parece que a fuerza de tanto orar y escribir, al fin estoy aprendiendo algo…!

Leer y escribir son dos de las grandes pasiones de mi vida. De niño, devoraba las enciclopedias que atestaban las bibliotecas de mi casa. Como me gustaba aprender de todo –y aún no existían INTERNET ni Dischovery Channel- las enciclopedias (la Barsa, el Tesoro de la Juventud, Mis Primeros Conocimientos, Dime Qué Es, entre otras) constituían una interminable fuente de entretenimiento para mí.

En la séptima década del siglo XX, Caracas era una ciudad relativamente segura. Tras hacer las tareas –y luego de un par de horas de lectura- pasaba las tardes con mis amigos. Los niños de mi cuadra jugábamos fútbol, béisbol, quemados, la ere, entre muchas otras diversiones. A las siete u ocho de la noche, mi mamá se asomaba por la ventana, decía: "¡a cenar!" y mi hermano menor y yo regresábamos a casa. Veía algo de T.V., leía un poco más y finalmente me iba a dormir a eso de las 10:00 p.m.

Empecé a escribir cuentos y poemas a los doce años: a partir de esa edad, me hice devoto de la literatura. Tenía talento para las letras, pero también para las matemáticas y las materias científicas. Como hice mi bachillerato en ciencias, se esperaba que estudiara medicina, ingeniería, computación o alguna carrera afín. "¡Vas a ser un excelente ingeniero!", auguró la psicóloga que fungía como orientadora vocacional en el Colegio.

Cuando a los dieciséis años anuncié que iba a estudiar periodismo, mis allegados se sorprendieron, especialmente mi papá que se moría por verme estudiando medicina. La decepción del viejo fue tan grande que pasó un año con el entrecejo fruncido –sin hablarme.

La Universidad fue para mí una experiencia maravillosa. Desde el principio, estudié y trabajé al mismo tiempo. A los diecisiete años, ya publicaba con frecuencia en suplementos literarios de varios periódicos –especialmente en el encarte "Lectores" del "Diario de Caracas"; a los veinte, había publicado más de cien artículos de opinión en 35 diarios de mi Venezuela natal. Escribía con elocuencia sobre política, economía, literatura, entre otros temas en los que me sentía experto –sin serlo en realidad. Incluso, tuve una pasantía como reportero de televisión.

Paralelamente, en la Escuela hacía de todo: estaba en la selección de fútbol-sala, era miembro del cine-club y del Centro de Estudiantes, salía a parrandear todas las noches con mis colegas… las 24 horas del día me alcanzaban para hacer ésas y muchas más actividades. Fueron años muy provechosos para mí.

No obstante, había otras cosas que para nada encajaban en el rompecabezas de mi vida. Mis relaciones amorosas, por decir lo mínimo, eran absolutamente disfuncionales (a imagen y semejanza de la relación de mis padres). Y aunque destacaba en las labores que desempeñaba, cada vez me sentía más insatisfecho con ellas. Poco a poco fue apoderándose de mí una oscura certidumbre, una siniestra sensación de incongruencia que empezaba quebrarme por dentro.

Cuando me gradué de comunicador social, se esperaba que ingresara a la plantilla profesional de un gran periódico, trabajara como reportero en una estación de TV (de hecho, tenía una oferta que a la postre rechacé), redactara mi propia columna, o que abrazara la carrera política… en lugar de ello, decidí aceptar un cargo, bastante precario a los ojos de mi ego, como Administrador de Prensa en la empresa nacional de agua.

En principio, lo hice para tomarme un tiempo, para ver qué decidía hacer con mi vida. Pero a los 23 años ya no podía auto-engañarme: sabía desde el fondo de mi alma que mi entusiasmo por el periodismo convencional se había esfumado. En la Escuela de Comunicación Social siempre me dijeron que el periodista era un buscador de la verdad. Pero las pasajeras verdades del diarismo no me llenaban. Desesperadamente, necesitaba hallar verdades más trascendentes… ¡aunque no sabía cómo ni dónde!

Grandes tormentos de un pequeño buscador de la Verdad

Desde niño, había sido un afanoso buscador de la Verdad. Primero experimenté la fascinación por el conocimiento; luego, por las verdades intelectuales; y, finalmente, por las verdades metafísicas. En las clases de religión del colegio solía hacer preguntas al estilo de: "¿Por qué si Dios es Amor creó el Infierno?"; "¿por qué Dios creó el Árbol del Conocimiento si no quería que comiéramos de él?"; "¿por qué si Jesús dice que amemos a nuestros enemigos, la iglesia creó la Inquisición?", etc.

Leía la Biblia con fervor. Me fascinaban sus verdades, me atormentaban sus aparentes contradicciones… ¡y me abatía el hecho de que ningún adulto diera respuestas satisfactorias a mis dudas existenciales! Fui monaguillo desde los once años; a los catorce, pensaba estudiar para sacerdote. No obstante, tras una severa crisis emocional y espiritual, rompí con el catolicismo a los diecisiete. Durante la siguiente década, no quise saber nada de conocimiento metafísico.

Las sagradas bendiciones de un colapso nervioso

En su libro "Volver al Amor", Marianne Williamson asegura que "generalmente se necesita llegar a un cierto grado de desesperación antes de estar preparado para Dios. Cuando me llegó el momento de la entrega espiritual, no lo tomé en serio, realmente en serio, hasta que no estuve completamente de rodillas. Había llegado a un nivel de confusión tal que nada ni nadie podría haber hecho que volviera a funcionar (…) Mientras no terminas de caer de rodillas, apenas si estás jugando a la vida".

Sigue con estas palabras: "Los colapsos nerviosos constituyen un método de transformación espiritual sumamente menospreciado. Es indudable que su función es llamarnos la atención. Sé de personas que año tras año tienen pequeños colapsos y cada vez se detienen justo antes de que la experiencia haga impacto en el centro de su ser. Creo que yo tuve suerte al haber experimentado de un solo golpe la vivencia completa (…) No es que ese momento de eureka –cuando clamamos a Dios- lo sea todo… y que en lo sucesivo uno se encuentre en el Paraíso. Simplemente, has empezado la ascensión…".

A mí, la desesperación total me abatió a los 27 años. Luego, a los 33, volví a ponerme de rodillas. Por ahora, contabilizo dos grandes colapsos en mi existencia (y sólo Dios sabe cuándo acaecerá el próximo)… lúgubres momentos que se han convertido en luminosos trampolines para mi crecimiento personal y espiritual.

Navegando entre mareas de inconsciencia y Alzheimer

En 1996, tras una traumática ruptura amorosa, me tomé una suerte de año sabático. Renuncié a mi trabajo en la empresa nacional del agua. Acepté un empleo a medio tiempo como profesor de español para extranjeros. Daba clases en la mañana, salía con mis alumnos en las tardes, trotaba en el estadio antes de la cena, leía como poseso en las noches y –eventualmente- parrandeaba hasta la hora del alba. En medio de esa vorágine, intentaba olvidar el periodismo.

Pese a que me relacioné con varias muchachas ese año, el recuerdo de mi ex novia seguía obsediéndome. Ella me había iniciado en un mundo nuevo: el de la espiritualidad no ortodoxa, no adscrita a credos religiosos. Cuando nuestra relación comenzó, mi visión de la vida era práctica, lógica, agnóstica: un hombre normal debía casarse, trabajar, engendrar hijos; esencialmente, Dios era un asunto nebuloso, propio de mentes ociosas; ella –en cambio- estaba sumergida en una intensa búsqueda espiritual: el dinero y demás cuestiones mundanas no eran, en aquel momento, su prioridad.

Paradójicamente, cuando dos años después acabó nuestra relación, yo leía todo lo que caía en mis manos sobre tarot, religiones orientales, metafísica, teosofía y simbolismo esotérico; ella, un poco desencantada de su etapa mística, incursionaba en el pragmático mundo de la administración, fungiendo como gerente de una librería.

A veces, cuando intento recordar esa época, todo se resume en una bruma de sopor, despecho e inconsciencia. Trataba de olvidarme de mí mismo en un tiovivo de sexo, experimentación espiritual, lectura y jogging. En 1997, recibí el golpe de gracia: me anunciaron que mi madre sufría el mal de Alzheimer.

Más que amar a mi madre, la idolatraba. Era mi mejor amiga, una presencia que abarcaba todas las facetas de mi existencia: escribía para ella, trabajaba para ella, respiraba para ella; fue –sin duda- una mujer extraordinaria y ser su hijo es uno de los grandes privilegios que me ha brindado Dios. Era amorosa, culta, increíblemente inteligente; todo lo hacía con gracia: pintar, escribir, hacer cerámica, cocinar –y sobre todo- enseñar (fue maestra durante tres décadas y media); siempre tenía una sabia palabra de aliento y de consuelo para sus hijos y alumnos.

Sin embargo, tanto mi visión de ella como la de mi ex novia no eran equilibradas: las había idealizado hasta extremos insospechados. Me ha tomado años de trabajo personal verlas en su justa medida –con sus múltiples virtudes, pero también, con sus trágicos e inocultables defectos. Por algo ha dicho un famoso maestro oriental que "para nacer de nuevo, asesina primero a tus padres" (vale decir, disipa de tu mente la visión mítica e idealizada que tienes de ellos).

De pronto, ingresé en un largo y lento colapso que se prolongó durante tres años. Hacía trabajos eventuales. No tenía energía para tomar un empleo a tiempo completo. Fundamentalmente, me dediqué a cuidar y a acompañar a mi mamá, pues no tenía cabeza para otra cosa: íbamos al cine, al teatro, a conciertos de música clásica, a las tiendas; incluso, hicimos un viaje a Estados Unidos.

Procuraba disfrutar con ella cada instante, porque iba viendo cómo se le iban la vida, la memoria, los variados talentos que antaño ostentara. Un día –de repente- perdía la capacidad para sumar y restar; otro, ya no recordaba el nombre de una antigua amiga; después, ya no podía leer, escribir, pintar; la última facultad manual que conservó fue la de coser: pasaba horas y horas delante de la máquina, haciéndola sonar sin cesar, trabajando de modo incansable, agarrándose a ese último cachito de lucidez que le quedaba; hacía bolsas para todo: para mis mazos de tarot; para guardar utensilios de cocina que ya no usaba; para atesorar recuerdos de juventud que ya no recordaba; para almacenar retazos de tela que servirían para hacer más y más bolsas...

Una mañana lluviosa, intentó ensartar el hilo en la aguja de la máquina: no pudo. Rompió a llorar inconsolablemente, como una niña que ha perdido su último juguete: gracias a Dios, estuve allí para ofrecerle mi abrazo. No hubo más bolsas… ¡y aquella máquina de coser –una vieja Singer de rueda y pedal, con lustroso mueble de madera- jamás más volvió a sonar…!

Hincado de rodillas… ¡hasta sangrar!

El turbulento año de 1997 me trajo una anhelada compensación: conocí a la mujer que sería mi esposa. Perturbado y confundido, a ella me aferré como el náufrago que se cuelga del último resto de mástil que flota en el mar. Nuestro amor ha traído a mi vida un templado equilibrio que hasta este instante perdura.

Al igual que mi ex novia, mi etapa mística tuvo un declive. Intenté fundar un semanario de corte espiritual que apenas circuló en dos ediciones. En algún momento, empecé a perder mi fe en los tarots, las afirmaciones metafísicas y las casas astrológicas.

En 1999, volví a la "normalidad". En la empresa nacional del agua me reengancharon: asumí seguir con el periodismo, aunque de una manera periférica, alejado de los medios masivos. A falta de una misión y un propósito claros en mi vida, no me quedaba más remedio que hacer uso de mi titulación universitaria para ganarme el pan de cada día.

A mi vuelta, las cosas habían mejorado y disponía de mayores recursos. Allí, fundé y dirigí una revista con la que obtuve varios premios de periodismo. Me dieron entera libertad para escribir sobre lo que quisiera –siempre y cuando escribiera sobre el agua. Así que escribí sobre el agua y el origen del universo, el agua y la astrología, el agua y Dios, el agua y la música, el agua y los deportes, el agua y la historia de la ciudad de Caracas…

Tras sortear algunos obstáculos, contraje nupcias el 30 de diciembre de 2000: le había prometido a mi futura esposa que nos casaríamos en ese año emblemático "lloviera, tronara o relampagueara"… ¡y cumplí casi en el último minuto! Aparte de casarme, me dediqué a hacer las cosas propias de un hombre "normal" –vale decir, trabajar y engendrar hijos. Debo decir que –literalmente- mi mujer y mis niños me han salvado la vida. Por un rato, engaveté mi búsqueda de Dios en lo más profundo de mi inconsciente.

La segunda parte de mi colapso comenzó en 2002. Me habían nombrado Director de las gerencias de Relaciones Públicas y de Informática en una institución gubernamental muy técnica –prácticamente anónima para el público común- pero que pagaba un excelente sueldo. Tenía dos equipos de trabajo pequeños –aunque muy eficientes y solidarios. Por razones que no viene al caso relatar, fui despedido de allí en el mes de diciembre, tras un año de gestión.

Aunque tuve un buen desempeño, hacia junio comencé a sentir (de nuevo) que "algo se quebraba en mí". Dejé de trotar y hacer ejercicios. Engordé quince kilos. Compensaba mi miseria humana con opíparos almuerzos; además, para rendir en mi labor y mantener mi mente "despierta", tomaba litros de café, colas negras, "red bull" y "gatorade".

En noviembre me sentía como un despojo. En realidad, llevaba meses (o quizás años) ingresando en un cuadro de depresión. Aunque quería ocultármelo a mí mismo, la enfermedad de mi mamá me estaba devastando psicológicamente. Trataba de visitarla lo menos posible, porque el verla me traía indecibles angustias. No obstante, el verla con poca frecuencia me hacía sentir culpable, porque aunque cumplía con mis obligaciones materiales, sentía que faltaba a mis obligaciones afectivas. Al propio tiempo, papá empezó a sentirse mal (después supimos que era cáncer) y el nacimiento de mi primer hijo, aunque trajo supremas alegrías, también implicó ciertos desajustes en mi vida matrimonial.

Una mañana de diciembre no pude levantarme de mi cama. Ver la luz del sol me hería los ojos y el alma. Tenía la psique tan embotada, tan fatigada, que me costaba trabajo efectuar hasta las más mínimas operaciones mentales. En algún momento, le dije a mi mujer "que no tenía más ganas de vivir". Ella sugirió que buscara ayuda. Contactó a una amiga psicóloga que habíamos conocido en el curso pre-natal.

Pasé los siguientes nueve meses en casa: cual zombi, apenas si tenía energía para levantarme de la cama y andar; como aprendí de mis padres la virtud del ahorro, no pasé apuros materiales; una vez a la semana, asistía puntualmente a mi consulta psicológica: cada asertiva sesión me tendía un cable a Tierra.

En septiembre de 2003, mi comadre Grecia Rosario me ofreció trabajar con ella como jefe de prensa en un ministerio. Francamente, no me sentía en forma, pero mis ahorros comenzaban a menguar –así que acepté. La paga era magra, pero siempre me ha gustado trabajar con mi comadre. Nunca pensé que aquel iba a ser uno de los momentos claves de mi vida.

De la mano de mi amiga del alma resucité: desarrollamos una encomiable labor comunicacional en aquella institución. Conformamos un sólido equipo de trabajo (casi 30 funcionarios). Éramos capaces de cualquier cosa –desde organizar un evento para treinta mil asistentes con protocolo presidencial, hasta concebir y desarrollar campañas para medios audiovisuales- entre muchísimas cosas. Pero lo más importante, fue el grupo de personas que conocí en aquel tiempo –compañeros de vida que habrían de reconducirme a la senda espiritual.

Diálogos con gente notable

En el ministerio me reencontré con un neblinoso personaje de mi pasado: Carlos Ibarra Castellanos. Lo había conocido levemente en la Universidad. En aquella época, él había sido amigo de una muy querida novia mía. Lo recordaba arrogante, de amplio bigote, excelente beisbolista, catador de bebidas espirituosas y en general, bastante mundano en sus hábitos… ¡no propiamente un "trabajador de la luz"!

Quince años después, en el ministerio, lo hallaba radicalmente transformado: apenas bebía, su bigote había desaparecido, leía toneladas de libros del maestro Osho y mostraba un brillante e inusual discernimiento para la aventura espiritual.

Está escrito en "Un Curso de Milagros" que al Arca de la Salvación entramos "de dos en dos". Buda recomendaba con fervor la amistad espiritual como medio para acelerar el proceso de Iluminación: en tal sentido, con Carlos Ibarra Castellanos –que a la postre se convertiría en mi amigo y compadre- comenzamos a cultivar ese tipo de camaradería mística que tan acertadamente recetara el príncipe Gautama hace dos mil quinientos años.

A la hora del almuerzo –o después de culminar nuestra jornada laboral- Carlos y yo nos embarcábamos en épicas conversaciones y lecturas de carácter espiritual. En una suerte de oración efectuada a dueto, examinábamos las diversas circunstancias de nuestras vidas –las pasadas; las actuales- para ponerlas bajo la poderosa lupa del Espíritu.

Tales diálogos –el afecto y la sabiduría qua ha emanado de ellos durante los últimos cuatro años- han acelerado de manera irreversible el proceso de Despertar en ambos. Fundamentado en tal experiencia, puedo afirmar que la amistad espiritual es una disciplina indispensable que todo sincero buscador de la Verdad haría bien en cultivar.

En el ministerio pasé dos años exactos. En diciembre de 2005, ingresé a una distinguida institución cultural de mi Caracas natal: allí funjo como jefe de prensa. Laboro en un sitio paradisíaco: de hecho, uno de nuestros "slogans" asegura que tenemos "los jardines más hermosos de la ciudad". No es retórica, sino tangible realidad.

En mi actual espacio de trabajo hemos constituido un bello equipo de personas (dos de ellas se vinieron conmigo del ministerio). Quiero mucho a tales amigos y colegas, ya que suelen ofrecer lo mejor de su esfuerzo y creatividad. Algunos tienen intereses místicos de las más variadas tendencias, desde el cristianismo evangélico hasta la "wicca" (la religión de la Diosa). Con ellos también comparto el sano hábito de la conversación espiritual.

Desarrollar nuestros dones y talentos a través de los más variados productos comunicacionales –sean cuñas de cine o medios impresos de circulación masiva- constituye para nosotros un persistente ejercicio creativo que nos permite crecer diariamente. Vista desde ese punto de vista, la creatividad se transforma en una forma muy particular de oración.

No en balde, la palabra "laboratorio", que hoy día usamos para designar sitios técnicos de trabajo, surgió en los conventos católicos medievales: literalmente significa "sitio donde se trabaja y se ora" –derivado de los términos latinos "Laborare" (trabajar) y "Oratorium" (orar). En la disciplina espiritual de aquellos tiempos, ambas acciones se consideraban sinónimas (en nuestras modernas corporaciones, sería excelente perpetuar tan beneficiosa costumbre).

Enseña lo que es la Paz (para aprender lo que es)

En enero de 2008, mi compadre Carlos Ibarra Castellanos consiguió a través de una amiga –la destacada periodista venezolana Nely Gómez- un espacio en un periódico de circulación nacional para publicar artículos de espiritualidad y superación personal. Durante ocho meses colaboramos para ese suplemento que se llamó "Dominguera en Gotas". En algún momento –y en virtud de su particular proceso de crecimiento- Carlos se alejó (espero que temporalmente) de la escritura. En agosto, Nely me daba una infausta noticia: el suplemento desaparecía por falta de patrocinio publicitario.

¿Qué iba a hacer yo? ¿Dejar de escribir? Por primera vez en veinte años había recuperado el gusto por la escritura. Por primera vez en dos décadas no escribía mercenariamente, vendiendo mis talentos al patrón de turno: ahora, lo hacía desde el corazón.

Después de años y años de ejercicio profesional, descubría –por fin- cuál era el propósito y la misión de mi vida (lo bueno fue que lo hice antes de los cuarenta…): extender el Amor a través de la palabra… ¡comunicar en el sentido más pleno y sagrado del término!

¡Por supuesto que ya no podía dejar de escribir! Lo que empezó como un titubeante ejercicio de miscelánea periodística se ha transformado para mí en una diaria fiesta espiritual. Cada noche, a las diez, tras acostar a mis hijos, me embarco en la aventura de empezar, continuar o terminar un artículo. No me impele ningún sentido neurótico del deber: tan sólo una felicidad que va más allá de cualquier descripción.

Aún no me veo con un estilo definido… y fluyo con lo que me depara la maravilla del instante presente: a veces, me salen escritos teóricos; a veces, me da por narrar una historia personal o la de un amigo cercano; a veces, respondo a la pregunta de un lector o lectora; a veces, vinculo el tema espiritual con tópicos tan disímiles como el fútbol, el agua, la historia de San Nicolás o la música; a veces, finalizo el artículo con un poema o plegaria… ¡y a veces no!

Ahora mismo, llevo bastante adelantada una novela (las ilustraciones que está haciendo mi amigo Alejandro Hernández son espectaculares); confieso que estoy aprendiendo (lo cual me fascina, porque cada día descubro nuevas formas de comunicar) y lejos estoy aún de sentirme un "autor".

A diario, recibo correos de diversos países de Hispanoamérica. Cada misiva es un festín porque significa conocer a un nuevo amigo o amiga; implica intimar con un alma que anda en este mismo sendero de aprendizaje espiritual; cada recado electrónico es una grata invitación a reducir mi sensación de separación con el Uno… ¡un hermoso y urgente llamado del mismísimo Dios!

2008 ha sido un período extraordinario para mí: este es el vigésimo artículo que escribo este año. Me ha salido absolutamente confesional… ¡y laaaaaaargo! Si has llegado hasta aquí, es porque no soy tan mal escritor… ¡o porque me has tenido sobrada paciencia! Lo he redactado en una semana. Escribiéndolo, he reído, he llorado; tras terminarlo, me siento más tranquilo, más liviano.

Antes de finalizar, mucho debo agradecer a los siguientes hermanos y hermanas de luz que me han ayudado a redescubrir esa santa ruta interna que –indefectiblemente- lleva de regreso al hogar del Padre…

Antes que nada, a las tres mil personas que, a lo largo de 2008, me dispensaron sus mensajes de amor y aliento a través del correo electrónico... A aquellos que –sin palabras- me bendicen con su sacra energía desde distintos lugares del orbe (cada día la percibo con más intensidad… y es maravilloso sentirse querido y acompañado en la distancia…).

A Nely Gómez y Carlos Ibarra Castellanos por su amistad y por abrir esa ventana mágica que fue "Dominguera en Gotas". A Eduardo Pizzi, de Argentina, el primero que me permitió publicar fuera de mi país: su página "Trabajadores de la Luz" es un inestimable recurso para los buscadores de la Verdad.

A mi paisano Mario Liani cuya cordial guiatura espiritual ilumina a miles y miles a lo largo del mundo. A Juan Carlos de "Innatia" (España), Alma y Cata de "A Través de Venezuela", Javier Gaviria de "La Iluminación" (Colombia), al mensuario "Convivir" de Argentina, a los periódicos "El Nuevo Diario" y "La Jornada" de Nicaragua, a la revista "Vida Alternativa" de Venezuela y a los amables amigos y amigas que han tenido la infinita gentileza de incluir mis escritos en sus publicaciones, listas de correo, páginas web y blogs personales.

Y por supuesto, a mi esposa y mis dos hijos, por amar y soportar a ese excéntrico señor que se queda escribiendo todos los días hasta la medianoche…

Afable lector o lectora: padezco tus mismas alegrías y confusiones; me atañen tus mismas querencias y problemas; no escribo estas cosas porque me sienta un Sabio, un Adelantado; simplemente, estoy siguiendo al pie de la letra uno de los más útiles consejos que jamás se haya escrito: "Enseña lo que es la Paz para que aprendas lo que es". ¡Y parece que a fuerza de tanto orar y escribir, al fin estoy aprendiendo algo…!

¡Feliz instante presente para todas y todos ustedes!

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Periodista, escritor y creador del blog En Tiempo Presente.

1 Comentario en "Cómo encontrar la paz espiritual"

Comentarios en Innatia
iris torres dice...

hola buenos dias,, bendiciones, te agradesco enormemente que compartas estos articulos interesantes ,, tus experiencias personales,, acabo de ir con una psicologa y me sorprende que lo que tu viviste es exactamente lo que yo e estado viviendo ,,,en principio lo provoco la lejania con mis hijos y lo que eso provoco en ellos,, despues el que uno de mis hijos tuvo un problema muy serio que me llevo a la cama me enferme por primera vez en mi vida, y por ultimo el que a uno de mis hijos me le quitaran la vida hace menos de un ano el era alguien con quien cuando hablabamos me hacia mucho bien siempre me ensenaba algo, y todo lo que te e relatado me habia llevado a una paralicis fisica a una apatia laboral y como tu dices solo eventualmente e trabajado para eso e tenido que hacer un graaaan esfuerzo a pesar que siempre e sido una mujer luchona ya de eso no quedaba nada, mas sin embargo ayer fui a donde esa psicologa y me e sentido mejor pues me ayudo a darme cuenta que mi estado tiene solucion y tengo la dicha de tener en mi vida a alguien que estoy segura es mi apoyo ,, leer lo que tu viviste fue como ver mi vida en un video, gracias por ayudarnos bendiciones

Publicado el 26 de jul, 2012 a las 16:53:43